Convocar una constituyente sin el Congreso viola la Constitución del 91 y representa un riesgo grave para la legalidad, la democracia y la separación de poderes
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En medio de un clima político marcado por la polarización y la desconfianza institucional, la idea de convocar una Asamblea Nacional Constituyente ha resurgido como propuesta desde el Ejecutivo. Frente a esto, han aparecido voces que, desde el periodismo y la academia, han advertido sobre los peligros de desconocer el procedimiento establecido en la Constitución de 1991 para introducir reformas de esta magnitud. Una columna reciente dirigida al presidente plantea una defensa firme de la Constitución vigente, advirtiendo que la ruta constituyente propuesta desde el gobierno representa un riesgo grave para la estabilidad jurídica y democrática del país. Desde un análisis jurídico estricto, esta preocupación no solo es válida, sino que encuentra sustento directo en el texto constitucional y en la jurisprudencia consolidada de la Corte Constitucional.
Desarrollo: el marco constitucional y sus límites
El artículo 376 de la Constitución de 1991 establece que solo el Congreso, mediante una ley, puede convocar una Asamblea Nacional Constituyente, y que dicha ley debe ser sometida a referendo popular. Este proceso incluye además un control previo de constitucionalidad por parte de la Corte Constitucional. No se trata de una formalidad vacía, sino de una garantía institucional para evitar abusos de poder. La Asamblea Constituyente, al tener facultades para reformar o sustituir el texto constitucional, solo puede ser convocada mediante canales expresamente establecidos.
En este contexto, no existe posibilidad jurídica alguna para que el presidente convoque, por su propia cuenta, una constituyente a través de una consulta popular no autorizada por el Congreso o una papeleta espontánea en las elecciones. Tal actuación violaría el principio de legalidad consagrado en el artículo 6º de la Carta, que exige que los funcionarios públicos solo pueden hacer lo que la ley les permite expresamente. Asimismo, se atentaría contra el principio de separación de poderes y se abriría la puerta a una concentración peligrosa del poder.
La Corte Constitucional ha sido categórica: el poder constituyente primario (el pueblo) debe expresarse dentro del marco institucional diseñado por la misma Constitución. Así lo expresó en las sentencias C-551 de 2003 y C-141 de 2010, en las que estableció que el presidente no puede invocar al constituyente primario al margen de los procedimientos previstos en la Carta Política. En palabras de la Corte: “el presidente no puede sustituir al Congreso como titular del poder de convocatoria de una constituyente.”
Por otro lado, los argumentos que sostienen que “la Constitución ya no responde a los retos del país” deben ser escuchados, pero no pueden usarse como excusa para derrocar el orden jurídico vigente. La Constitución de 1991 ha demostrado una gran capacidad de adaptación: ha sido reformada más de 40 veces por vía institucional, incluso durante este mismo Gobierno. Es decir, los mecanismos de reforma funcionan. Si lo que se busca es transformación social, existen rutas legales disponibles. Lo que no se puede permitir es que el descontento ciudadano sea instrumentalizado para legitimar un acto de fuerza o una vía de hecho constitucional.
La propuesta de convocar una constituyente por fuera de los canales institucionales no es solo un error político: es un acto potencialmente inconstitucional y profundamente peligroso para el equilibrio del Estado de Derecho. El presidente no es el constituyente primario, ni su voluntad puede sustituir los procedimientos que garantizan la legalidad, el control y la participación democrática.
La Constitución de 1991 no es un obstáculo para el cambio, es la garantía de que ese cambio se haga con reglas, con límites y con legitimidad. En tiempos de incertidumbre política, el respeto al orden jurídico no es una opción: es el último bastión de la democracia.
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