La lotería alimenta la esperanza de los pobres, pero solo gana quien la administra. En un país sin oportunidades, la suerte se vuelve consuelo y trampa
Por: Stella Ramirez G.
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
En cada esquina, una ilusión. En cada casa humilde, una fe sellada en papel. Las loterías —y su hermana menor, el chance— siguen vivas y rentables, alimentadas por el anhelo de los más pobres, que día tras día apuestan no solo unos pesos, sino la esperanza de cambiar su destino.
Nos enseñaron que cualquiera puede ganar. Que un giro del azar puede sacarnos de la miseria. Y aunque es cierto que alguien, alguna vez gana, también es cierto que millones pierden. Una y otra vez. Porque así está diseñado el sistema: no para repartir riqueza, sino para concentrarla en manos de quienes controlan el juego.
Detrás de cada sorteo, hay un negocio perfectamente armado. La lotería es un impuesto disfrazado de juego, que castiga más a quienes menos tienen. Mientras el Estado se embolsa un porcentaje y las casas operadoras hacen sus cuentas alegres, los apostadores —la mayoría de ellos trabajadores informales, pensionados, amas de casa y jóvenes sin empleo— repiten sus combinaciones con fe ciega. Pero la matemática no miente: las probabilidades de ganar el premio mayor son prácticamente inexistentes.
Entonces, ¿por qué se sigue jugando? Porque en un país donde las oportunidades reales escasean, la fantasía de la suerte parece más alcanzable que la promesa del trabajo digno, el estudio o el ascenso social. La lotería se convierte en consuelo, en rito, en escape emocional. Y muchas veces, en adicción.
Lo más perverso es que este sistema no solo alimenta falsas esperanzas, sino que las explota. El mensaje de fondo es brutal: “No vas a salir de pobre trabajando; quizá te salve un número”. Y eso, en una sociedad tan desigual como la nuestra, se vuelve una trampa moral.
Quizá sea hora de despertar del hechizo. De entender que no es la suerte la que transforma la vida de un pueblo, sino la justicia, la educación, la dignidad del trabajo y la redistribución de la riqueza. Hasta que eso ocurra, millones seguirán apostando no por fe, sino por desesperación. Y la suerte —como casi todo en este mundo— seguirá teniendo dueño.
Y al final, la verdad se revela sin disfraz: los únicos que ganan siempre son los que administran la suerte ajena. Mientras millones de soñadores apuestan cada semana lo poco que tienen, los verdaderos premiados ya están en sus oficinas: trajes finos, escritorios amplios y cuentas bancarias llenas. Hoy sabemos que los que administran las loterías son los únicos felices ganadores. El resto solo juega con la esperanza.
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