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En esta semana breve recuerdo la reflexión de un amigo. Empezamos julio, tras un junio que se nos presentó casi catastrófico. Superamos el peligro inminente de una confrontación nuclear, vaya uno a saber cómo sucedió en realidad. Cuando el ente sionista atacó con alevosía a Irán, en medio de las conversaciones entre este país y los Estados Unidos, muy pocos esperaban la contundente respuesta que casi reduce a polvo a Israel.
Y si es cierto eso de que una vez se presenta una primera cosa, lo más seguro es que se presente la segunda, el presidente Trump optó finalmente por salir en apoyo de Netanyahu, bombardeando las instalaciones en las que Irán enriquece uranio con fines exclusivamente pacíficos, tal y como lo certificó la propia Tulsi Gabbard, jefe de inteligencia nacional de los Estados Unidos, veredicto que el presidente decidió ignorar con arrogancia.
Las leyes internacionales sobre la materia prohíben terminantemente ese tipo de ataques, ningún país puede arremeter contra objetivos de esa naturaleza. Con suficiente cordura, todas las potencias nucleares lo acordaron formalmente un día. Se trata de evitar el riesgo real de desencadenar una respuesta que nos hundiría a todos en el holocausto final. Pero Trump, de la mano con Netanyahu, despreció las prescripciones que defienden la humanidad.
Previamente, con su habitual pedantería, se había jactado de que su país poseía unos bombarderos y unas bombas únicas, capaces de destruir las instalaciones más profundas bajo tierra. A lo que Irán respondió, sin ostentación, que respondería atacando las bases militares que los Estados Unidos mantienen en el medio oriente. Las dos cosas sucedieron, el bombardeo a las instalaciones y la respuesta iraní con misiles a varias bases norteamericanas.
El planeta entero contuvo la respiración. ¿Qué más podía pasar? Que los Estados Unidos dieran curso a un violento ataque contra la república islámica desde todas sus bases en el medio oriente. Y que esta procediera a lanzar sus misiles contra las instalaciones nucleares de Israel. Por cierto, todo el mundo sabe que este país tiene bombas nucleares, pero nadie le exige un control, ni firmar los tratados internacionales sobre la materia.
Israel goza del beneficio irracional de los Estados Unidos en esa y todas las demás materias. Netanyahu, o el primer ministro que sea, pueden hacer y deshacer como les dé la gana, sin que exista el menor reproche de Washington. Antes bien, contando siempre con su apoyo para garantizar su impunidad. El ejemplo más vívido de eso es lo que ocurre en Gaza, un genocidio, un crimen contra la humanidad, a la vista de todos.
Por el que la Corte Internacional de Justicia inició un proceso contra Israel, por el que la Corte Penal Internacional expidió órdenes de captura internacional contra Netanyahu y otro de sus ministros. Al contrario de lo que la civilización indicaría, los gobiernos norteamericanos, primero de Biden y luego de Trump, descalificaron por completo esas acciones de las más altas cortes a escala mundial, y amenazaron a quien se atreva a hacerlas cumplir.
Aquí es que recuerdo la reflexión de mi amigo, quien suele decir que nos preocupamos demasiado, que nos imaginamos siempre el peor de los escenarios, cuando el pasar de los acontecimientos termina mostrándonos que las cosas no se desarrollan así. Lo asegura con un desparpajo sorprendente. Al final, no pasa nada y todo sigue igual, verás. Me acordé de él cuando del modo más inesperado se produjo un increíble alto al fuego.
El encargado de mediar fue Qatar, por solicitud aparente del propio Trump
Una salida extraída del sombrero de un mago, absolutamente inesperada, felizmente aparecida. Si Irán dejaba de lanzar sus misiles durante doce horas, Israel detendría también sus bombardeos. El encargado de mediar fue Qatar, por solicitud aparente del propio Trump. Todo indica que este se percató de que sus bufonadas no detendrían a Irán, que tras su bombardeo se iba a desatar un infierno que no se tomaba en serio antes. Y decidió parar.
No comenzó la tercera guerra mundial de carácter nuclear. Nos salvamos. Apenas se ascendió un escalón más en un conflicto permanente. Ahora, los Estados Unidos e Israel están perfectamente claros de que este último no es invulnerable como alardeaban, que Irán tiene misiles capaces de convertirlo en cenizas, que la cúpula de hierro y todo el arsenal antiaéreo de las bases norteamericanas y sus portaviones en el Mediterráneo y el golfo pérsico no bastan.
Además de quedar en evidencia que los iraníes no son los terroristas que nos pintaron por décadas, que son un pueblo digno de todo el respeto, con sus propias características sociales y éticas. Que su ayatolá es un hombre sabio, tan venerable como un papa católico. Que la razón en todo esto la tienen ellos. Y que los Estados Unidos e Israel quedaron desnudos en su perversidad. Que no es que no pase nada, sino que pasa más lentamente de lo que pensamos.
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