En La Cumbre, en Fusagasugá, cumple su sueño de niño y allí el cantante popular se refugia entre sementales y yeguas, dejando atrás su atuendo de artista
En Fusagasugá, muy cerca de Bogotá, hay un portón de madera coronado por dos caballos dorados que se yerguen como si fueran centinelas de un reino. Un reino pequeño, íntimo, pero erguido con la solemnidad de las cosas que se hacen con amor. Ahí empieza La Cumbre, el criadero de caballos de paso fino donde Yeison Jiménez guarda su corazón cuando la fama y los conciertos lo dejan sin aliento. Es un territorio de luz y polvo, de crines relucientes y pezuñas que dibujan arabescos sobre la arena del picadero.
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En su cuenta de Instagram, donde lo siguen casi cinco millones de personas, Yeison anunció una despedida que le costó lágrimas. “Se murió el trochador galopero de Colombia”, escribió, como si la muerte de aquel caballo hubiera sido también la muerte de una parte de sí mismo. ‘Caballero de Rancho de Luna’, su campeón mundial de 2017, ya no galopará por los corredores de La Cumbre, ni hará temblar la tierra con su paso elegante. Se quedó quieto para siempre, mientras su dueño lo miraba con los ojos enrojecidos y el silencio convertido en homenaje.
La historia de La Cumbre es también la historia de ese hombre de sombrero que un día decidió que los caballos no solo serían un sueño de niño, un gusto de domingo, sino un compromiso diario. Yeison le dio a su criadero el mismo nombre de sus gorras, como si una sola palabra pudiera amarrar dos pasiones: los caballos y la música. En ambas ha sido campeón. En ambas ha hecho de la disciplina un arte.
El visitante que llega por primera vez a La Cumbre se encuentra con la Virgen de Guadalupe recibiendo las miradas en la entrada, como para bendecir el paso de quienes se adentran en el lugar. Desde ahí, un camino de luces ancladas al suelo guía hasta la casa de los administradores: sencilla, con aroma a heno, con manos callosas que pulen caballos hasta dejarlos brillantes. Un poco más allá se abre el picadero redondo, donde los potrillos aprenden a obedecer con nobleza y las yeguas dibujan círculos perfectos sobre la arena.
A mano izquierda, discreta, está la casa privada de Yeison: una construcción cuadrada de dos pisos, levantada para las noches que decide quedarse a dormir entre sus caballos. En la entrada descansan ocho sillas de montar, alineadas como soldados, listas para el entrenamiento diario. La casa respira calma. Tiene una piscina donde se refleja el cielo del altiplano antioqueño, y el sonido de los cascos nunca deja de acompañar.
@yeison_jimenez1 Po Que son tan bonito po ke po ke poke @crlacumbre
♬ Po Ke Po Ke Po Ke – kingpuntocom beats
El criadero tiene espacio para doce pesebreras y alberga igual número de equinos: caballos, yeguas campeonas y un par de ponis que recorren el lugar como si fueran sus dueños. No hay animal ahí que no tenga nombre propio ni caricia reservada. Él los llama “sus hijos”, porque los conoce uno por uno: sus mañas, sus heridas, sus glorias. En las tardes suele caminar entre ellos con un cubo de zanahorias en las manos, y se le ve más tranquilo que sobre un escenario.
La Cumbre no nació como un negocio, aunque hoy también lo sea. Nació de un sueño. Uno de esos que se tejen de niño, viendo trotar caballos por las carreteras sin imaginar que un día tendrías un picadero propio, con campeones mundiales y medallas colgadas en las paredes. Ese sueño se convirtió en un proyecto que hoy lo mantiene con los pies en la tierra, en medio de una carrera musical que lo empuja a los aviones y las multitudes.
Entre las pesebreras hay silencio y olor a alfalfa. En la arena del picadero se oye el resoplido de los caballos cuando los amansan, un sonido que parece una canción sin letra. Es allí donde ‘Caballero de Rancho de Luna’ aprendió a ser campeón. Allí dio sus primeros pasos finos, con las crines agitadas por el viento y el cuello erguido como si supiera que lo miraban. Era el orgullo del criadero, el caballo que encarnaba el sueño de Yeison convertido en carne y músculo. Por eso su partida fue un golpe seco en el pecho del cantante.
En La Cumbre no solo se entrenan caballos: también se respira un aire familiar, como de pueblo pequeño. Los administradores cuidan el criadero como si fuera suyo. Los potrillos se asoman por las puertas a ver a los visitantes. Los ponis se pasean con descaro, y los jinetes se saludan con una leve inclinación del sombrero, como mandan las costumbres.
Hay algo casi ceremonial en la rutina de La Cumbre: las sillas de montar listas al amanecer, el sonido de las herraduras en el empedrado, el cepillo sobre los lomos, el agua fresca en los bebederos. Cada caballo es tratado como un rey. Y Yeison, aunque es su dueño, parece más un servidor, alguien que se agacha a limpiarles las pezuñas, que les habla bajito, que los acaricia con los ojos cerrados.
Las gorras con el nombre del criadero se venden por miles entre sus seguidores, pero pocos saben que la inspiración nació ahí, entre las paredes de madera, el polvo y el relincho de los potrillos. Son una extensión del mismo orgullo que siente cuando ve a sus caballos desfilar en una competencia.
El portón con los caballos dorados sigue cerrado al final del día. Adentro, la luz del atardecer pinta de oro la arena del picadero, y las sombras de los equinos se alargan sobre la tierra. En algún rincón, sobre un montículo de tierra fresca, está el sitio donde descansa ‘Caballero de Rancho de Luna’, el campeón que ya no respira, pero que sigue vivo en cada rincón del criadero.
Esa tarde, cuando la noticia de su muerte se regó por las redes, Yeison estaba allí, entre las pesebreras, intentando que nadie lo viera llorar. Pero la voz se le quebraba igual que el galope de su caballo favorito. Porque en La Cumbre, cada relincho cuenta una historia. Y esa, la del campeón que se fue, quedó grabada para siempre en la memoria del criadero que él levantó con sus propias manos y su corazón abierto.
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