Los primeros salieron pobres de sus pueblos, terminaron dominando la importación desde China y se volvieron poderosos, ricos y dueños del comercio popular
Había que salir. Era eso o seguir desollándose las manos en tierras ácidas donde la papa se moría antes de florecer. Por eso, desde mediados de los años cuarenta, los muchachos de Santuario y Marinilla —esos pueblos montañosos de Antioquia— comenzaron a empacar sus pocas pertenencias en cajas de cartón atravesadas con cabuyas. Antes de tener siquiera la cédula ya se iban, con el cuerpo encogido por el miedo y las ganas, rumbo a Risaralda, Caldas y Quindío, donde los aguardaban las fincas cafeteras con su promesa de jornales. Lo que buscaban no era futuro —que es una palabra demasiado grande para quienes viven del día a día— sino plata: esa plata escurridiza que en sus pueblos se perdía entre montañas.
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Durante los primeros años fueron jornaleros. Dormían sobre costales y comían a prisa. Pero cuando las espaldas se les encorvaron de tanto cargar bultos, y la mirada se les hizo astuta de tanto regatear en las plazas, entendieron que podían ganarse la vida sin doblar tanto la espalda. Así que cambiaron la azada por la culebrilla de las palabras, y en las calles empezaron a vender baratijas, artesanías, barros y cachivaches. En los años cincuenta y sesenta ya eran legión en los parques y esquinas de Armenia, Pereira y Manizales. Se reconocían entre ellos: se saludaban con una palmada en la espalda y compartían secretos sobre cuál esquina era más rentable, cuál policía más permisivo. La necesidad los volvió comerciantes y, con el tiempo, la costumbre les hizo creer que siempre lo habían sido. En sus manos el comercio se volvió una especie de herencia biológica, como si llevaran en la sangre un gen montañero que les indicaba cómo vender y revender hasta quedarse con la ganancia.
Uno de ellos, Luis Gómez, llevó esa astucia más lejos que los demás. Después de oír que en China vendían de todo y muy barato, se propuso ir a buscar esa tierra que sonaba tan lejana como fantástica. Durante dos años ahorró hasta el último peso. En 1976 se embarcó en un vuelo de más de cuarenta horas rumbo al gigante asiático, con la certeza de que allá encontraría lo que buscaba. En China aprendió que para hacer negocios no necesitaba mucho: solo una calculadora y tres frases en mandarín —“¿cuánto vale?”, “está muy caro”, “hágame una rebaja”— que repetía con la terquedad de quien no está dispuesto a volver con las manos vacías.
Regresó con un contenedor atiborrado de baratijas: hebillas, relojes, radios, planchas, juguetes. Sus paisanos lo esperaban en el puerto como si fuera un héroe, y lo fue. Aquella mercancía la repartió entre ellos y todos, al venderla, le sacaron ganancias del 200 por ciento. Luis Gómez no solo había hecho un negocio redondo; también había trazado un camino para que otros lo siguieran.
Poco a poco, el mercado de Yiwu, en China, se llenó de paisas que parecían reproducirse como las hormigas: para los años ochenta ya había más de veinte montañeros recorriendo esas calles interminables, midiendo calidades, regateando precios, escogiendo las mejores cajas. Algunos decidieron quedarse y montaron oficinas en Beijing, Shenzhen o Guangzhou. Desde allá coordinaban los envíos a Colombia, asegurándose de que los contenedores llegaran puntuales para surtir los San Andresitos. Ellos eran los dueños invisibles de los pasillos donde se vende de todo: desde una cuerda de tender hasta un televisor de sesenta pulgadas.
Cada viaje a China dejaba más y más plata en sus bolsillos. Y cuando volvían a Santuario o Marinilla, lo hacían sin perder el acento ni las maneras campesinas, pero con camionetas lujosas y cadenas de oro en el pecho. En sus pueblos los recibían como si hubieran conquistado un reino. Tanto así, que en los años sesenta el párroco de Santuario, el padre Damián Ramírez, decidió rebautizar las fiestas patronales. Ya no serían las Festividades de la Papa, sino las Fiestas del Retorno, para celebrar la llegada anual de los hijos pródigos.
De aquella camada de montañeros también surgieron nombres que hoy parecen de leyenda. Como Iván Botero Gómez, quien empezó vendiendo muebles por encargo y terminó construyendo un imperio. En 1964 fundó su primera empresa, Ivanok, dedicada a camisas para hombre. Luego vinieron otras: fábricas de muebles, almacenes de electrodomésticos, hoteles. Levantó el Hotel Internacional en Armenia y el Internacional del Mueble en Pereira. Como buen paisa, pensó primero en su familia y puso a sus catorce hermanos a dirigir cada negocio. Algunos, como Darío, hicieron fortuna por su cuenta: llegaron a Pereira en los años ochenta y construyeron su propio emporio de almacenes, hoteles como el Sonesta, empresas de transporte y comercio.
El dominio de los montañeros no se quedó en las tierras del Eje Cafetero. Una vez llenaron de muebles y baratijas las ciudades de su región, apuntaron a Bogotá. Se instalaron en los San Andresitos de la capital, donde nadie pudo arrebatarles el control. Con el poncho terciado, desayunando arepa y almorzando su bandeja de frijoles, lideraron esos laberintos de comercio popular, donde un millón de personas trabaja hoy bajo su sombra. Desde hace cuarenta años, generaciones de santuarianos y marinillos han mantenido ese imperio con la fe puesta en el Sagrado Corazón de Jesús —el mismo que cuelga en las paredes de todos sus negocios—, convencidos de que Él cuida sus vidas y sus negocitos.
Hoy, al caminar por los pasillos de cualquier San Andresito del país, es posible reconocer su huella. Se siente en la manera como los comerciantes cuentan los billetes con destreza, en el olfato con que detectan una venta segura, en el instinto que les dice cuándo bajar el precio y cuándo no. Todo eso lo aprendieron en las calles, sí, pero también lo traen de las montañas. Porque esos hombres —los que un día abandonaron la tierra hostil para buscar fortuna— nunca dejaron de ser lo que eran: montañeros. Solo que ahora los montañeros andan en camioneta, hablan un poco de mandarín y mandan en los mercados donde alguna vez vendieron baratijas sobre un costal.
En sus pueblos todavía los esperan cada agosto, con pólvora, orquestas y procesiones. Los reciben como si regresaran de una guerra lejana, y en cierto sentido así es. Han librado la batalla diaria del comercio, han sobrevivido a la envidia, a la competencia, a las deudas y a los fraudes. Y, sin embargo, regresan siempre, con los bolsillos llenos y el corazón todavía montañero, como para recordarles a los suyos que, aunque las tierras de Santuario y Marinilla sigan siendo malas para la papa, siempre habrá quien se invente un destino a punta de palabras y negocios.
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