El presidente Petro usa la raza como escudo político y redefine las palabras a su antojo, silenciando el disenso y erosionando el diálogo democrático con falacias
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Como Humpty Dumpty en Alicia en el país de las maravillas, el presidente Petro decide qué significan las palabras, incluso si eso implica usar la raza como escudo para blindar decisiones públicas.
“Cuando yo uso una palabra, significa exactamente lo que decido que signifique”, decía Humpty Dumpty.
“La cuestión —replica Alicia— es si puede usted hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas.”
Esta escena no es solo literatura. Es la radiografía de un estilo presidencial que retuerce la lógica y silencia el disenso.
En un reciente Consejo de Ministros, Petro dijo:
“Nadie que sea negro me dice que hay que excluir a un actor porno que creó un sindicato de trabajadores sexuales.”
Más allá del debate puntual, esta frase es una joya de la falacia: impone un vínculo automático entre raza y adhesión ideológica. Según Petro, todo afrocolombiano debe coincidir con su idea de inclusión, y quien no lo haga, traiciona su identidad.
Estamos ante una petición de principio: se da por cierta una premisa no demostrada (que los afrodescendientes piensan como el presidente) y se la usa para invalidar cualquier objeción. Se deja de argumentar y se pasa a disciplinar.
La lógica, lejos de sostener el discurso, se autodestruye:
-
Premisa: todo afrodescendiente apoya mi decisión.
-
Francia Márquez es afrodescendiente.
-
Conclusión: Francia Márquez debe apoyarme.
Si no lo hace, pierde legitimidad racial. Así, la identidad se convierte en argumento, y el pluralismo, en traición.
Como advierte Perelman, el discurso persuasivo requiere razones que puedan ser aceptadas por un auditorio libre. Pero Petro no razona: decreta. No invita al diálogo: impone sentido.
Hannah Arendt ya lo advirtió: el lenguaje es acción política. Y cuando se usa para ordenar en lugar de pensar, la democracia se erosiona. No se construyen puentes entre diferencias, se levantan trincheras.
Habermas propone una democracia sustentada en argumentos válidos para todos, no en identidades impuestas desde arriba. Pero aquí no hay razones: hay consignas. No hay deliberación: hay dogma.
El poder, en vez de empoderar a la comunidad afrocolombiana, la reduce a un monólogo. En nombre de la inclusión, se reprime la diferencia interna.
Y como recuerda Martha Nussbaum, una democracia no solo protege derechos legales, sino las capacidades morales de cada ciudadano: el pensamiento crítico, la empatía, la posibilidad de disentir sin ser castigado simbólicamente.
La verdadera inclusión no se impone. Se construye con argumentos, se alimenta del disenso, se sostiene con respeto. Gobernar no es hablar desde un pedestal: es escuchar desde el desacuerdo.
Cuando el poder usa la identidad como coartada, ya no representa: se representa a sí mismo.
Y como en el país de las maravillas, donde las palabras solo significaban lo que Humpty Dumpty decidía, el diálogo desaparece… y solo queda el eco del que manda.
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