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Nuestro actual mandatario es solo un pequeño incidente dentro de un proceso y un contexto de mucha más trascendencia que los debates alrededor de él mismo
No fue Hitler quien volvió nazis a los alemanes, sino fue el fracaso de la República de Weimar, la crisis económica de 1930, la propuesta del superhombre nietzscheano, y sobre todo la humillación del Tratado de Versalles lo que indujo al ciudadano alemán a desear un gobierno que reivindicara la superioridad de su raza. Lo encontró en quien no era sino un fracasado estudiante de Arte, pero mesiánico y carismático, que pudo ser catalizador para lo que los alemanes deseaban.
O más cercano a nosotros, no fue Álvaro Uribe quien creó el paramilitarismo, sino la decepción que produjo el mandato de Andrés Pastrana, la frustración de un falso intento de paz que no dejó de ser un manejo mediático, las extorsiones y las pescas milagrosas de las guerrillas y los escándalos que le hicieron al Gobierno Samper, fueron estos los que catapultaron el ‘fenómeno’ Uribe. Este más que de líder político tenía la mentalidad de gamonal terrateniente, herido por el asesinato a su padre, y se sintonizó con el hartazgo de la gente con la debilidad de los gobernantes.
En el caso de Petro el país entero pedia un cambio y 22.000.000 de votantes lo exigieron, la mitad por un cambio de los políticos y la otra mitad -la que ganó- por un cambio de modelo. El peso de Petro es accidental pues no fue de ninguna dirigencia del M-19 y el M-19 no fue una guerrilla de izquierda revolucionaria -mucho menos ‘comunista’-, sino protestataria nacida en la clase media. Tenía una trayectoria personal de combatiente político, pero casi sin estructura de partido propia. Subió principalmente por su coincidencia con el inconformismo y la desesperación del momento hastiada de la vivencia paramilitar y el vacío del Gobierno Duque.
Hitler, o Álvaro Uribe o Petro o Trump y Putin, son accidentes que en una coyuntura representan lo que una Nación siente y busca, pero no los determinantes del proceso que viven los países
En Colombia se viven dos procesos simultáneos: el de el modo de producción de la humanidad, cuando los objetivos de mayor desarrollo y de énfasis en el derecho al éxito individual se remplaza por los temas de cambio climático, del manejo de las migraciones, de la pobreza y la desigualdad como prioridades de la colectividad humana. El capital financiero y el físico son remplazados por el capital humano y el capital social en la nueva ‘sociedad del conocimiento’, y en términos geopolíticos la hegemonía americana es confrontada tanto en lo económico como en lo cultural por diferentes polos. Las redes y el internet configuran una nueva forma de civilización que no depende del contacto personal. Las relaciones sociales y del modelo de producción son las de una nueva época.
Y el del desfase histórico de Colombia, donde como país en construcción no ha logrado acceder a los pasos elementales de la revolución industria (no tenemos ferrocarriles, ni complejos de siderúrgicas, ni refinerías o industria petroquimica, ni cadenas de verdadera producción masiva, ni hemos logrado ordenar el funcionamiento del campo) y como sociedad persistimos en mantener unos índices de desigualdad y de desempleo entre los tres mayores del mundo, ni hemos logrado montar una Administración de Justicia operante.
El tema no debe ser Petro por muy controvertible que sea como gobernante -y lo es- y menos como persona -que también puede serlo.
Es lógico que él busque polarizar y motivar un respaldo para las causas en las cuales cree. El carácter mesiánico y narcisista que se le atribuye -independientemente de si con razón o no- corresponde al papel histórico que siente representar.
Pero, para quienes se le enfrentan, el focalizar en sus características y circunstancias personales la etapa que vivimos no hace sino contribuir a desatendernos del momento crítico por el cual pasa el país.
Estamos por entrar en mundos nuevos y desconocidos y no hay manuales para como hacer ese tránsito.
No tiene sentido ni parece que pueda ser el propósito de esa ‘oposicion’ el ‘sacar a Petro’ pues su remplazo por la vicepresidenta no les daría ninguna satisfacción. E intentar lo que sería un verdadero Golpe de Estado solo puede llevar a que él a su turno opte por ese camino.
La defensa de la tradición y del statu quo son connaturales a la derecha. Pero en el caso presente, con un proceso de cambio en marcha, acaban no estar defendiendo nada pues por definición es una condición inestable. Tratar de reorientarnos hacia el pasado que ya se superó (se puede entender por éste el modelo neoliberal) no es una posibilidad real. Y de nada sirve contentarse con el sabotaje -como es lo que está sucediendo-.
Las opciones son el prescindir de la obsesión con Petro e intentar algo más y más constructivo alrededor de los debates sobre lo que propone el gobierno; o, como alternativa, concretar en verdad un Golpe de Estado -de uno u otro lado- renunciando a la continuidad del Estado de Derecho sin tener claro por qué se va a sustituir.
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