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Desde las ocho de la mañana, este Viernes Santo, me tocó participar en la Procesión del Viacrucis, en Rivera, Huila. Me sorprendió la cantidad enorme de feligreses, mayoritariamente hombres, todos nativos, pocos, muy pocos turistas como yo. El miércoles me había acostado contrariado porque el alcalde, Luis Humberto Alvarado, estableció Ley Seca en el municipio mediante el Decreto 033 de 2025. Me pregunté, ¿y este no es un Estado laico? Con todo, fui a un supermercado muy popular y me dijeron que me venderían la cerveza, pero si no había policías vigilando. Esta parece una anécdota pendeja pero me puse a repasar al filósofo Byung-Chul Han y mi propia historia de monaguillo, a ver qué está pasando.
Ya he contado aquí que fui monaguillo católico durante cinco años de mi bella infancia en El Doncello y en Florencia, Caquetá. Recuerdo que había muy pocos conciudadanos de confesiones protestantes, de los cuales nos burlábamos y a veces les tirábamos piedras en las noches más oscuras.
Los momentos de mayor encuentro ciudadano eran las semanas santas, las semanas de «misiones», las fiestas de san Pedro y San Juan, las novenas del Niño Dios en diciembre y claro, los tiempos de cosecha del arroz y del maíz, las ferias de ganado, todo eso antes de que lo fueran las marchas campesinas y más reciente, las de cocaleros y otras víctimas.
Me importa destacar las semanas santas y las de «misiones». En Semana Santa siempre llovía a cántaros, pero estimo que el 90 % de los citadinos salíamos a cultivar la fe, a confesarnos y comulgar, mientras hacíamos abstinencia y ayuno. Algunos días no nos bañábamos porque nos volvíamos pescado y los adultos no hacían el amor por temor a quedarse pegados. Todo era en silencio y sin causar escándalo.
En las semanas de «misiones» los curas de La Consolata, que eran misioneros y venían desde Turín a conquistar almas para el Cielo, organizaban concursos de catecismo en todo el territorio, rifas y fiestas para obtener dinero con el cual financiar la «salvación» de las almas de los indígenas que eran asumidos como paganos y hechiceros, y aún para seguir caquetizando en África. Todo esto era posible por el Concordato firmado entre el Estado colombiano y la Santa Sede en 1887, que entregó la misión de «civilizar» y domesticar a los pueblos indígenas a la Iglesia católica, en los denominados Territorios Nacionales.
Han explica que la pertenencia a religiones, así como la asistencia a los ritos propios de las mismas, pero también la adhesión a una ideología, da un sentido de pertenencia e identidad
El problema es que Han nos explica, entre otras cosas, que la pertenencia a religiones, así como la asistencia a los ritos propios de las mismas, pero también la adhesión, digamos política, a una ideología, le da a los seres humanos un sentido de pertenencia y de identidad, construye una socialización y comúnmente un sentido de relato compartido, no solo sobre la historia común sino sobre el proyecto de futuro colectivo.
Claro, los buenos lectores ya dirán, «eso explica las guerras», las conquistas y las múltiples violencias del pasado, del presente y del futuro. Pues sí, cuando los relatos mesiánicos y patrioteros, al autorreconocerse identifican al resto de humanos como distintos, inferiores, o que no hacen parte del «pueblo elegido» por Dios, estamos ante el riesgo de la confrontación y el conflicto, antes que de la cooperación, condición específicamente humana.
Pero el problema que levanta Han en Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia, es que los relatos compartidos por las iglesias y las ideologías, que les aportaban a los seguidores alguna certeza, algún criterio de verdad sobre la historia común compartida, y en especial sobre el proyecto de futuro, de salvación o de justicia, pues eso no va más, con el advenimiento de la era de la información en que nos encontramos.
En la era del capitalismo de la información la verdad se convierte en una mercancía que vale tanto como las fake news, las posverdades, en el mercado de la información. Depende de qué tan creíble se puedan facturar la verdad y la mentira. No van más los mega-relatos seguidos por las grandes masas, con sus líderes y mesías. Los influencers pueden orientar más que los héroes y los profetas. Los ciudadanos somos consumidores de información y datos y somos un dato más que sirve para que la Inteligencia Artificial construya «su» verdad y las corporaciones la impongan.
Al final, mi dilema moral en Rivera, la tierra de José Eustasio, ha sido: ¿sigo en la procesión con los creyentes de siempre? ¿Acepto el Decreto del Alcalde y me pongo a buscar la verdad en tiempos de Trump? O, ¿miro por la ventana a ver si la Policía está vigilante?
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